miércoles, 25 de junio de 2014

El profesor de Historias














El profesor Larrea procede a dar su charla diaria en el aula de Bachillerato a una veintena de adolescentes, que esperan divertidos y expectantes su clase de hoy. Él, imparte la asignatura de Historia, sin embargo sus alumnos le tienen por “el abuelo cuenta cuentos”, porque al excéntrico docente no le gusta aburrirse ni aburrir, y en vez de dar la materia con los hechos memorables del pasado recogidos en el programa de la asignatura; recomienda los temas que tienen que estudiar en casa,  para pasar rápidamente a lo suyo, y lo suyo es eso, contar historias. 

El viejo Larrea es un personaje singular, a punto de jubilarse después de algún que otro reenganche. A lo largo de los muchos años de ejercicio de la profesión, ha ido evolucionando hacia la más adorable locura con la connivencia de sus superiores que consienten su excentricidad, gracias a su buena fama y la aceptación de sus pupilos, las cuales se han ido incrementando con el tiempo. Y es que éstos se preguntan por qué el viejo no se repite nunca y si traerá preparado el relato de casa, ese relato casi siempre fascinante que suele comenzar con el movimiento de sus manos nudosas y expresivas, anunciando un nuevo viaje al país de la fábula.

Hoy el anciano luce un aspecto bastante sereno que contrasta con el de uno de sus alumnos de aire malhumorado y distraído, el cual mira vagamente hacia el exterior de la ventana. El preceptor se dirige hacia el adolescente para devolverle a la realidad,  con el habitual revuelo de manos, que acaban por reposar suavemente en la cabeza del joven, cuando comienza a decir lo siguiente. 

-Esta mañana,  señor Lozano no nos encontramos a pleno rendimiento pues noto cierta languidez en tu actitud -Larrea es un docente muy empático- y si bien, un viejo como yo podría preguntarse, cómo alguien en el esplendor de la juventud puede mostrar esta disposición, te diré que a pesar de todo, te comprendo. 

El muchacho, ante estas palabras, se repliega hacia la mesa incorporándose en la silla, deseando no ser el centro de la cuestión de ese día. Sin embargo, el anciano continúa con su discurso.

-La verdad, es que muchas veces nuestra mente no acompaña al cuerpo, incluso, diríase que a veces le boicotea, pero eso nada tiene que ver con los años. Y es que, a menudo la vida nos resulta pesada, cuanto más joven peor, porque se tienen demasiadas expectativas por cumplir y queremos resultados ya. Cuando sentimos que fracasamos nos tambaleamos entre la pesadumbre y la rebeldía, y eso nos suele dejar agotados. Por eso digo que te comprendo, y entiendo que dirijas tu pensamiento más allá de lo que ocurre en este aula.

Ahora el profesor se vuelve al resto de la clase, haciendo alarde de una presencia en otro tiempo imponente, que produce un lenguaje no verbal  muy intenso al abrir sus largos brazos para volver a hablar nuevamente.

-¿Y qué sería de nosotros si careciéramos de sueños? ¿Si no fuéramos capaces de creer que existen y que se pueden realizar? Incluso podemos soñar que soñamos, pues a  mayor número,  más se podrán cumplir. Por cada uno que fallemos, ¡tres de un golpe! –chasquea los dedos efusivamente- volveremos a desear, así hacemos crecer exponencialmente mil victorias a partir de una derrota. 

-Aunque el verdadero éxito –continúa más calmado- está en la capacidad de soñar y no en los resultados. En hacer que esos sueños te impulsen, te eleven, te ayuden a crecer al margen de un triunfo o un fracaso. Cuánto más hubiéramos ganado, si el pequeño y bigotudo alemán, hubiera aprobado el examen de acceso a la Escuela de Bellas Artes, en vez de apoderarse del mundo. Tal vez habría sido un genial pintor y no el gran dictador que fue. Primero tuvo un sueño, después una ambición, siempre entre el deseo y la codicia  media la frustración.  

Entonces en tono bajo, como si quisiera que sus palabras sólo fueran escuchadas por los oídos de sus pupilos, mirando fijamente a cada uno de ellos, les hace la siguiente confidencia.

-Yo también miro como nuestro compañero, más allá de este aula, más allá del país, más allá del planeta, porque –levanta la voz alegremente- ¿Sabéis cuál es mi deseo? Pues que mis sueños me lleven más allá del mundo… Sí, sí, no pongáis esas caras de asombro pequeños ombligos sufrientes, que existen otros mundos.

-Y no estoy hablando de la luna -replica chistoso-, allí han clavado unas banderas como si el planeta fuera un pincho moruno, a mi no me gustan las banderas. Tampoco se trata de Marte, donde chismorrea un extraño robot dirigido, que toma muestras para contar a los humanos cosas del  planeta rojo -ríen los muchachos ante la ocurrencia del narrador que les parece un tanto delirante.

¡Qué torpe es el hombre! –exclama con elocuencia- no hace honor al ser humano que es, desconocemos las profundidades de nuestro planeta, de nuestro cerebro, pero pretendemos dominar el orbe. Este es el sueño de muchos. 

Pues bien –recupera el hilo de la conversación-, lo de fuera del mundo está un poco más lejos de todo esto, pero también más cerca. Imaginaos que fuera del mundo hubiera seres como nosotros, aunque pudieran tener otra apariencia.Que ellos, fueran  distintos en su manera de concebir la vida, que existieran, más que vivieran. 

-Me he perdido profesor, ¿cuál es la diferencia? –le interrumpe una muchacha de ojos cautivadores.

-Vivir es experimentar la vida, existir, es vivir con conciencia, y como podéis comprender yo prefiero existir, por eso me gusta creer que pueda ser así. 

Con la vista perdida y una ternura sin igual el educador siguió dando rienda a su imaginación.

-Un lugar donde la enfermedad no existiera, pues al vacunarse tales seres,  no con bichos como nosotros, sino con pequeñas dosis de cólera, de envidia, de avaricia, pasiones que nos afean tanto a las personas, quedarían inmunes activándose un mecanismo de defensa del alma, que protegería el cuerpo en vez de traicionarlo.

-Profesor,–pregunta interesado otro adolescente-¿Cómo se activa el mecanismo de defensa del alma?

-Con una energía muy  potente  llamada Amor… -Silencio. Todos callan ante las últimas palabras de su autor.

Tímidamente, el joven melancólico de la ventana le dice– ¿Usted cree que pueda existir algo así?

-Ese es mi sueño David Lozano, ¿cuál es el tuyo?

-Y ¿cómo se llegaría a ese lugar? –le vuelve a interrogar impaciente, sin reparar en que el profesor le hizo una pregunta.

-Deseándolo, nada más –sonríen sus ojos azules empequeñecidos por la edad, mientras suena el toque de fin de la clase.

Los alumnos no se mueven, todos se han quedado absortos.

-Hemos terminado, os dejo como tarea descubrir cuáles son vuestros sueños y el compromiso de no abandonarlos jamás.

Aquellas fueron las últimas palabras del anciano profesor Ricardo Larrea, que dejó de contar historias porque jamás se le volvió a ver por ningún lugar. Cuando entraron en su casa, todo estaba en perfecto estado, en el mismo orden; todo, excepto la bicicleta verde claro con la que se trasladaba al instituto cada día. Hombre y bicicleta se habían esfumado, por eso la gente buscaba su cuerpo por carreteras y caminos, sin embargo, sus alumnos habían compartido el secreto de su despedida en la última clase  y susurraban entre ellos, que a la bicicleta le habían crecido unas grandes alas para realizar el mayor deseo del sabio soñador.


V.  Abad

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