martes, 29 de diciembre de 2015

Los Años Mudos



Los años mudos son esas etapas  en las que vives con la respiración contenida. Tiempos de observación, de apnea profunda, de soledad y silencio.  Es el reinado de los sentidos, donde no se piensa más que con el corazón  que es  el órgano de la clarividencia, por eso te hielas ante las palabras vacías y los abrazos insustanciales, o te deleitas con las pequeñas cosas  y  el cariño de la gente auténtica. Son años agridulces, sensuales, de una extraordinaria sensibilidad en los que sin derramar una lágrima, llueve por dentro.  Son anacrónicos porque no acaban un 31 de diciembre, ni contienen 365 días; y  tan lentos, que te ves obligado a practicar la filosofía china del ” bei bu bei”, “dejar pasar", "ser siendo” y a esperar... esperas pacientemente que entre el aire, esa brisa fresca que anuncia, tal que un trece de junio, que ya se ha cumplido, mientras  tanto, un deseo al viento:  ¡Feliz  Año Mudo!

                                                                     V. Abad





martes, 3 de noviembre de 2015

Algo hay que hacer



Tal vez no importe que los gobiernos de occidente sigan con sus políticas desestabilizadoras en países de otros continentes poniendo y quitando sátrapas a conveniencia, o vendiendo sus sofisticadas armas a sus mandatarios para en definitiva, dejar a la población a merced de su suerte, mientras ellos consigan sus objetivos económicos.

No importa pués, que aquellas gentes, y digo “aquellas” por señalar el sentido de lejanía que occidente tiene de ciertas cuestiones, se jueguen la vida en insufribles viajes a través del desierto y el mar con sus hijos pegados al pecho.Tampoco es de relevancia la fluctuación de cadáveres en el agua, en pequeñas barcazas o en maleteros de coches, personas y niños que huyeron en busca de la paz y el progreso de los que carecían. 

Entretanto, con su típico carácter bipolar, el norte cierra los ojos dando ayudas para instalar concertinas en las fronteras, a la vez que sanciona hipócritamente a los países limítrofes por su dureza en el trato a los inmigrantes. Pero ahora a los inmigrantes se suman  los migrantes y  el colapso está en la puerta de todas las casas… Algo hay que hacer.

No es posible que mientras los desheredados en algunos países europeos son contenidos a golpe de mamporros y manguerazos, tratados como delincuentes, incluso como terroristas; los rancios políticos con traje de corte clásico, zapatos de buena piel  y perfume de marca, se reúnan “cumbre” tras “cumbre”, para decidir una y otra vez las cuotas de redistribución que cada nación ha de asumir, apelando a la solidaridad de los países a los que no se les pregunta cuando se trata de repartir riqueza.

Números que no son más que almas a las que hay que acoger con premura, porque van creciendo exponencialmente por encima de las raquíticas propuestas de los sagaces dignatarios, que ven como la crisis humanitaria se va recrudeciendo. Un continente que se echa encima del otro inexorablemente. Miseria frente a miseria, la de los pobres necesitados contra la de los pobres de espíritu… Algo hay que hacer.

No es de recibo que sea la solidaridad de la buena gente la que aplique soluciones desplazándose valientemente a la zona de conflicto, barcos preparados por algunas instituciones para salir en busca de los desamparados, amarrados por la sinrazón de un gobernante que dice que las acciones han de ser en conjunto, unánimes y en función de los acuerdos… ¿qué acuerdos?  Miedo de que le corten los huevos que no tiene. Algo hay que hacer.

Tal día como hoy, en una de aquellas agradables charlas con mi profesor de ética en las que hablábamos del caos que circundaba el mundo, él me preguntó si yo creía que el ser humano  había crecido a lo largo de la historia. Como no supe contestarle, él me respondió que habíamos avanzado con el nacimiento de LOS DERECHOS HUMANOS, pero eso fue hace mucho tiempo. Ya no quedan derechos, ni libertades, ni vergüenza… vergogna que diría el Papa. Algo hay que hacer.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         V. Abad

lunes, 17 de agosto de 2015

Falacias Filosóficas



                                                                                     
Me enseñó la misma filosofía a depender de mi propio sentir más que de los juicios de otros, y a cuidar, no tanto de andar en las lenguas maldicientes, cuanto de no decir ni hacer yo mismo algo malo”

                           G. Pico Della Mirandola



               
Hace unos días, recibí un airado comentario en el post titulado: “Yo soy filósofo”, post de los más visitados, en el que un parado aporta su singular opinión sobre los problemas de la vida. Como tal comentario, además de ser anónimo, era una sentencia que no dejaba lugar a réplica sobre lo que es filosofía y lo que no lo es, me he permitido borrarlo (*), pues en mi entorno prefiero que permanezca lo discursivo, lo constructivo y el buen rollito. Sin embargo, esta es una buena ocasión para hacer una exposición, que no ensayo, como seguramente diría el irascible desconocido, acerca de lo que  es filosofía para mí.

El hecho de que una persona se levante por la mañana para hacer el acto de subir la persiana de su ventana, y sienta la libertad de decidir lo que va a hacer en cada instante, es ya una cuestión filosófica, porque potencialmente,  tendría la capacidad de reflexionar sobre el origen de su decisiones, basadas seguramente en unas creencias que fueron incorporadas en algún momento de su trayectoria personal. De todo ello, también existirán unas consecuencias que marcarán el rumbo y el sentido de su vida. Claro que todo esto parece que se hace mecánicamente, pero siempre hay una primera vez que marca esa mecánica de su pensamiento y un juicio que los pueda reforzar, modificar o eliminar.

Resulta que mis convicciones son, que cualquiera puede practicar la mayéutica sin conocer el significado de esta palabra ni saber quién era Sócrates, lo mismo que se puede experimentar la angustia y el existencialismo desconociendo autores tan relevantes como Kierkegaard o  Unamuno; y lo verdaderamente importante es contarle a esas personas que han tenido las mismas experiencias que aquellos gloriosos filósofos porque, al final, todos tenemos procesos parecidos ya que la esencia del ser humano siempre es la misma. Es una manera práctica y amable de acercar un conocimiento un tanto árido a la gente de a pié, igual que lo hizo Sócrates en las plazas y en los mercados.

Parece ser que con esta forma de hacer, resulta difícil especificar dónde se encuentran los límites de lo que es filosofar, pudiéndose caer, tal vez,  en el error de la “filosofía del todo”, un saco llenos de cosas a las que se les llama filosofía: “falacia gratamente acogedora para otorgarse un título”, en palabras del fatuo comentarista. Pues bien, a mí también me gustaría hablar de la falacia del que se siente con la autoridad de decir a los demás quién es filósofo y quién no lo es.

Bien es verdad que el discurso de las personas corrientes con respecto al de las ilustradas puede parecer mucho más banal, dado que no se cuenta con las nociones del lenguaje o conocimiento de las que dispondría un erudito, pero eso no les excluye del acceso a ese trocito de sabiduría cotidiana, toda vez que aplica su particular cosmovisión de la vida.

En situaciones cotidianas se puede uno preguntar sobre la felicidad, el mal o la muerte, con la misma trascendentalidad que Santa Teresa descubría a Dios en los pucheros, sin necesidad de tratar estas cuestiones desde atestadas bibliotecas u oscuros despachos académicos, en los que el pensador narcisista (claro que, afortunadamente no todos) estructura atalayas mentales que le hacen sentirse distinto, por el mero hecho de dirimir problemas que se podrían tratar con la misma naturalidad desde entornos corrientes. La diferencia entre él y yo sería que “corriente” significa para mí “natural”, mientras que para él representaría lo vulgar, enemigo acérrimo del excelso pensar.

Comprendo que  para el esforzado dios del Olimpo filosófico, mi posición pueda ser anatema, teniendo en cuenta lo esenciales que pueden ser sus interminables disquisiciones, las cuales se debatirían en foros endogámicos lejos de lo ordinario (sinónimo de “bruto” para él, “habitual” para mi) siendo así que yo me preguntaría entonces ¿para qué la filosofía?

¿De qué me sirve que domines el concepto, si vas a  mantener una actitud altiva en la creencia de que eres superior? Si el hecho de autodenominarse filósofo significa enrocarse y dar recitales a los que no lo son ¿dónde residirá el vínculo del saber mutuo?

El error del filósofo narcisista reside en que, creyéndose tocado por la varita de la inteligencia para explorar, que no descubrir, los enigmas de la naturaleza, se enreda en análisis puristas sobre lo que está dentro o fuera de lo filosófico, buscando la verdad para poner etiquetas y no para construir. Recordaré lo que se supone simboliza la palabra filosofía: amor a la sabiduría.

Querido anónimo podrían no interesarte las vivencias de este blog, también me podrías negar un título, pero nunca sabrás del pensamiento y sentimiento de respeto que guardamos hacia la filosofía el conductor de la fila del paro y yo, así que gracias por tus palabras que me han llevado a profundizar sobre mi inconmensurable amor al saber, ese que tu autosuficiencia te ha impedido comprender.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     V. Abad


(*) Ante la insistencia de los lectores de este blog de querer ampliar la información para comprender mejor el contenido de este post, me veo obligada a transcribir literalmente las palabras del comentarista anónimo por medio de las cuales queda retratado:

“Parece escrito por alguien que no sabe un carajo de filosofía. Tan sólo un par de conocimientos rudimentarios de manual que todo el mundo maneja, y luego, se dan a conocer como "filósofos" y peor aún, para desprestigio de las personas que realmente son filósofos, llaman 'filosofía' a cualquier cosa que escriben, justificándose, obstinados, en un:"Es que la filosofía es todo". Falacia gratamente acogedora para otorgarse un titulo”.

miércoles, 15 de julio de 2015

Europía


Érase una vez un viejo continente que quiso reparar el escarnio de sus innumerables guerras uniendo a las gentes de todos los rincones bajo un mismo lema, unos mismos valores, una misma bandera, pasando de ser Europa para transformarse en Europía.

Europía quería un gran estado, en el que sus gentes se paseasen por todo su territorio libremente, con los mismos derechos, con la misma libertad, independientemente de su procedencia. Así lo diseñaron sus gobernantes en continuas reuniones mediante las cuales,  fueron anexionándose países en arduas negociaciones, para que todos y cada uno, ocuparan su justo lugar. Entonces crearon un gran banco, una moneda, unas instituciones, unos derechos y unas obligaciones.

Los países más ricos marcaban las reglas con aparente generosidad en favor de los más pobres, que vieron en la unificación la solución a su pobreza  y el comienzo del progreso. Durante dos décadas, las capitales se modernizaron, las Expos, los Mundiales, los Juegos Olímpicos, visitaron las mejores ciudades, mientras volaba el dinero en forma de ayudas y subvenciones. Pero aquel progreso para todos, no era más que una mortífera maquinaria económica, dinamita envuelta en papel de celofán.

Según las normas, los estados debían entregar y recibir proporcionalmente conforme a sus posibilidades, por eso los del sur tuvieron que eliminar su ganado y sus cultivos al existir excedente de leche y fruta, del mismo modo que se acotaron las zonas de pesca  de los países con litoral para repartirlo en función de los intereses con países vecinos que no pertenecían al grupo. Eso sí, las medidas tomadas debían ser compensadas suficientemente con los correspondientes subsidios. Y todo se fue sucediendo de modo que, mientras unos introducían sus incontables empresas de alimentación, muebles, cinematografía de bajo coste y peor calidad, los otros exportaban  sus mejores productos, como el aceite y vino a precio de ganga. Así fueron cambiando gato por liebre, pero las ayudas fluían y los ciudadanos del sur con su carácter alegre e inconsciente creyeron que el mundo era jauja. Hasta que llegó la Troika.

La Troika son como esos hombres de gris que robaban  el tiempo a las personas en la novela de Michael Ende titulada “Momo”. Y no es casualidad que se desarrolle la trama en una ciudad imaginaria de Italia, país del sur de la vieja Europa, como tampoco que el escritor sea de nacionalidad alemana.

Pues bien, la Troika apareció en varios países de la eurozona diciendo a sus gentes que habían vivido por encima de sus posibilidades, por lo que tenían contraída una deuda con Europía la cual debería intervenir para controlar el gasto. A cambio, ellos ofrecerían a través de sus bancos, la financiación necesaria para pagar dicha deuda y poder subsistir. Es como aquello de la bruja de Hansel y Gretel que engordaba a los niños para comérselos después. Eso sí, no explicaron a sus ciudadanos por qué estaban endeudados hasta las cejas, ni tampoco quién iba a recuperar  el dinero en esa financiación, pero les prometieron que si acataban sus directrices todo iría bien. Entonces se llevó a cabo la intervención, que es la mejor manera de ocupar un país sin un solo tiro, yéndose al traste la independencia política de aquellos alegres lugares.

Y vinieron los recortes, los desahucios, los suicidios, las políticas de contención a los pobres para pagar la incontinencia de los ricos, dándose la terrible paradoja de hacer ahorrar al que no tiene para  revitalizar las arcas de unos bancos que dan créditos al que sí tiene.

Así se abrió una brecha entre riqueza y pobreza, que es como decir entre el norte y el sur. Los países endeudados fueron buenecitos y llevaron a cabo las reformas exigidas, todos, menos uno del norte que creyendo que la deuda no era suya, metió a sus banqueros en la cárcel, pero eso es otro cantar.

Pues bien cuanto más ahorraban más debían, cuanto más intervenían, más sufrían, llegando, uno de ellos llamado Grecia, al borde de la exclusión del grupo. Al parecer los griegos habían pedido muchos créditos, bebido mucho vino y se habían dado a la buena vida, amaneciendo un día cualquiera con una gran deuda, un sinnúmero de parados y la Troika a la puerta de sus territorios.

Después de dos intervenciones (o rescates que resulta más fino) y unas elecciones sobre las que se alzaron unos fieros guerreros que juraron no pagar, al menos en las condiciones que se les exigía, el pueblo griego se despertó a la desolación. No sólo ellos, también todos los estados sureños, por aquello de: “cuando veas las barbas de tu vecino afeitar, pon las tuyas a remojar”.  

Cuando los hombres de gris, pidieron cuentas al jefe hoplita presentándole nuevas reformas a todas luces sangrantes, Leónidas decidió preguntar a sus Trescientos, es decir, el presidente griego en un acto demócrata, decidió consultar al pueblo sobre la conveniencia de aceptar tales exigencias.

Ese alarde de soberanía provocó una de las mayores tensiones en los dominios de la eurozona, pero los Trescientos, al no tener nada que perder, votaron NO, produciendo un colosal terremoto que hizo tambalear el subsuelo del continente y adyacentes, sacudiendo las bolsas de todo el mundo. Aquello no se podía consentir, aquello era una ofensa para Europía que recibía un contundente bofetón de unos muertos de hambre y una seria recomendación por parte de sus primos americanos de enfrente, para que resolviera cuanto antes el desaguisado.

Una vez la patata caliente volvió al tejado de los griegos y después de dos días de reflexión por parte de sus gobernantes, se iniciaron las conversaciones. No se sabe en base a qué, el  nuevo ministro Tsakalotos aceptó sin condiciones las medidas mucho más duras que el paquete anterior al referéndum. No se comprende la estafa, al parecer los Trescientos no abandonaron a su jefe, pero su jefe sí abandonó a los Trescientos. Si al gran hoplita le hubiera acompañado Casiopea en vez de su lugarteniente Varoufakis, (Casiopea era la tortuga de la niña Momo que tenía la facultad de ver lo que iba a pasar inmediatamente) nunca hubiera conjurado a los Trescientos y habría aceptado la primera oferta, algo más suave.

Pero este cuento tiene final feliz, hoy en Europía se comen perdices. Las bolsas repuntan, suben los IPC´s, sus ciudadanos se marchan a las playas del sur, los licenciados en paro bajan las tasas de desempleo, encontrando puestos de camarero por horas. Los jeques árabes compran empresas emblemáticas de las naciones pobres. Los científicos, ingenieros, médicos sureños hacen turismo por la geografía mundial a la par que se buscan la vida.

Mientras tanto, este calor que asola el continente, calienta aún más la sangre de los griegos que se preguntan, ¿para qué tanto envite si al final se ha acordado la propuesta más exigente? Pues bien, a este calor, en los países modernos de la eurozona lo llaman ola de calor española, como aquella gripe que se llevó a tanta gente por todo el continente a principios del siglo XX, conocida injustificadamente en el mundo anglosajón, como gripe española.

Y es que Europía necesita tener cabezas de turco, muros de fuerza contra la masa del continente africano, puntos bélicos estratégicos, turismo hiper económico, mano de obra barata y talentos criados en las granjas del sur para trabajar en las del norte.

Los hombres grises no dan tregua y desde sus despachos reparten el poder a conveniencia, pero nada es para siempre y en muchos lugares existen otros Leónidas, Quijotes,  Momos y  Casiopeas que podran viajar a la ciudad de los movedores de hilos para enfrentarse a su dictadura y restablecer la justicia, perpetuándose el ciclo de la historia de la humanidad.

Pido perdón por si mi grado desconocimiento sobre aspectos económicos ha podido mostrar algún error en la exposición, sin embargo no me disculparé por la denuncia que quieren expresar mis palabras, ante la avaricia de poder y la desigualdad que ejercen unos pocos sobre el viejo continente..



                                                                                              V. Abad