miércoles, 15 de julio de 2015

Europía


Érase una vez un viejo continente que quiso reparar el escarnio de sus innumerables guerras uniendo a las gentes de todos los rincones bajo un mismo lema, unos mismos valores, una misma bandera, pasando de ser Europa para transformarse en Europía.

Europía quería un gran estado, en el que sus gentes se paseasen por todo su territorio libremente, con los mismos derechos, con la misma libertad, independientemente de su procedencia. Así lo diseñaron sus gobernantes en continuas reuniones mediante las cuales,  fueron anexionándose países en arduas negociaciones, para que todos y cada uno, ocuparan su justo lugar. Entonces crearon un gran banco, una moneda, unas instituciones, unos derechos y unas obligaciones.

Los países más ricos marcaban las reglas con aparente generosidad en favor de los más pobres, que vieron en la unificación la solución a su pobreza  y el comienzo del progreso. Durante dos décadas, las capitales se modernizaron, las Expos, los Mundiales, los Juegos Olímpicos, visitaron las mejores ciudades, mientras volaba el dinero en forma de ayudas y subvenciones. Pero aquel progreso para todos, no era más que una mortífera maquinaria económica, dinamita envuelta en papel de celofán.

Según las normas, los estados debían entregar y recibir proporcionalmente conforme a sus posibilidades, por eso los del sur tuvieron que eliminar su ganado y sus cultivos al existir excedente de leche y fruta, del mismo modo que se acotaron las zonas de pesca  de los países con litoral para repartirlo en función de los intereses con países vecinos que no pertenecían al grupo. Eso sí, las medidas tomadas debían ser compensadas suficientemente con los correspondientes subsidios. Y todo se fue sucediendo de modo que, mientras unos introducían sus incontables empresas de alimentación, muebles, cinematografía de bajo coste y peor calidad, los otros exportaban  sus mejores productos, como el aceite y vino a precio de ganga. Así fueron cambiando gato por liebre, pero las ayudas fluían y los ciudadanos del sur con su carácter alegre e inconsciente creyeron que el mundo era jauja. Hasta que llegó la Troika.

La Troika son como esos hombres de gris que robaban  el tiempo a las personas en la novela de Michael Ende titulada “Momo”. Y no es casualidad que se desarrolle la trama en una ciudad imaginaria de Italia, país del sur de la vieja Europa, como tampoco que el escritor sea de nacionalidad alemana.

Pues bien, la Troika apareció en varios países de la eurozona diciendo a sus gentes que habían vivido por encima de sus posibilidades, por lo que tenían contraída una deuda con Europía la cual debería intervenir para controlar el gasto. A cambio, ellos ofrecerían a través de sus bancos, la financiación necesaria para pagar dicha deuda y poder subsistir. Es como aquello de la bruja de Hansel y Gretel que engordaba a los niños para comérselos después. Eso sí, no explicaron a sus ciudadanos por qué estaban endeudados hasta las cejas, ni tampoco quién iba a recuperar  el dinero en esa financiación, pero les prometieron que si acataban sus directrices todo iría bien. Entonces se llevó a cabo la intervención, que es la mejor manera de ocupar un país sin un solo tiro, yéndose al traste la independencia política de aquellos alegres lugares.

Y vinieron los recortes, los desahucios, los suicidios, las políticas de contención a los pobres para pagar la incontinencia de los ricos, dándose la terrible paradoja de hacer ahorrar al que no tiene para  revitalizar las arcas de unos bancos que dan créditos al que sí tiene.

Así se abrió una brecha entre riqueza y pobreza, que es como decir entre el norte y el sur. Los países endeudados fueron buenecitos y llevaron a cabo las reformas exigidas, todos, menos uno del norte que creyendo que la deuda no era suya, metió a sus banqueros en la cárcel, pero eso es otro cantar.

Pues bien cuanto más ahorraban más debían, cuanto más intervenían, más sufrían, llegando, uno de ellos llamado Grecia, al borde de la exclusión del grupo. Al parecer los griegos habían pedido muchos créditos, bebido mucho vino y se habían dado a la buena vida, amaneciendo un día cualquiera con una gran deuda, un sinnúmero de parados y la Troika a la puerta de sus territorios.

Después de dos intervenciones (o rescates que resulta más fino) y unas elecciones sobre las que se alzaron unos fieros guerreros que juraron no pagar, al menos en las condiciones que se les exigía, el pueblo griego se despertó a la desolación. No sólo ellos, también todos los estados sureños, por aquello de: “cuando veas las barbas de tu vecino afeitar, pon las tuyas a remojar”.  

Cuando los hombres de gris, pidieron cuentas al jefe hoplita presentándole nuevas reformas a todas luces sangrantes, Leónidas decidió preguntar a sus Trescientos, es decir, el presidente griego en un acto demócrata, decidió consultar al pueblo sobre la conveniencia de aceptar tales exigencias.

Ese alarde de soberanía provocó una de las mayores tensiones en los dominios de la eurozona, pero los Trescientos, al no tener nada que perder, votaron NO, produciendo un colosal terremoto que hizo tambalear el subsuelo del continente y adyacentes, sacudiendo las bolsas de todo el mundo. Aquello no se podía consentir, aquello era una ofensa para Europía que recibía un contundente bofetón de unos muertos de hambre y una seria recomendación por parte de sus primos americanos de enfrente, para que resolviera cuanto antes el desaguisado.

Una vez la patata caliente volvió al tejado de los griegos y después de dos días de reflexión por parte de sus gobernantes, se iniciaron las conversaciones. No se sabe en base a qué, el  nuevo ministro Tsakalotos aceptó sin condiciones las medidas mucho más duras que el paquete anterior al referéndum. No se comprende la estafa, al parecer los Trescientos no abandonaron a su jefe, pero su jefe sí abandonó a los Trescientos. Si al gran hoplita le hubiera acompañado Casiopea en vez de su lugarteniente Varoufakis, (Casiopea era la tortuga de la niña Momo que tenía la facultad de ver lo que iba a pasar inmediatamente) nunca hubiera conjurado a los Trescientos y habría aceptado la primera oferta, algo más suave.

Pero este cuento tiene final feliz, hoy en Europía se comen perdices. Las bolsas repuntan, suben los IPC´s, sus ciudadanos se marchan a las playas del sur, los licenciados en paro bajan las tasas de desempleo, encontrando puestos de camarero por horas. Los jeques árabes compran empresas emblemáticas de las naciones pobres. Los científicos, ingenieros, médicos sureños hacen turismo por la geografía mundial a la par que se buscan la vida.

Mientras tanto, este calor que asola el continente, calienta aún más la sangre de los griegos que se preguntan, ¿para qué tanto envite si al final se ha acordado la propuesta más exigente? Pues bien, a este calor, en los países modernos de la eurozona lo llaman ola de calor española, como aquella gripe que se llevó a tanta gente por todo el continente a principios del siglo XX, conocida injustificadamente en el mundo anglosajón, como gripe española.

Y es que Europía necesita tener cabezas de turco, muros de fuerza contra la masa del continente africano, puntos bélicos estratégicos, turismo hiper económico, mano de obra barata y talentos criados en las granjas del sur para trabajar en las del norte.

Los hombres grises no dan tregua y desde sus despachos reparten el poder a conveniencia, pero nada es para siempre y en muchos lugares existen otros Leónidas, Quijotes,  Momos y  Casiopeas que podran viajar a la ciudad de los movedores de hilos para enfrentarse a su dictadura y restablecer la justicia, perpetuándose el ciclo de la historia de la humanidad.

Pido perdón por si mi grado desconocimiento sobre aspectos económicos ha podido mostrar algún error en la exposición, sin embargo no me disculparé por la denuncia que quieren expresar mis palabras, ante la avaricia de poder y la desigualdad que ejercen unos pocos sobre el viejo continente..



                                                                                              V. Abad

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