martes, 4 de septiembre de 2012

Un cuento sobre la Sombra



EL SEÑOR QUE SE INTOXICABA CON SU PROPIO SUDOR


Érase una vez un señor que se intoxicaba con su propio sudor. Al principio lo achacaba al jabón de la ducha, después pensó que tal vez fuera el suavizante, o un brote de alergia a cualquier tejido. Lo cierto es que esa molesta sudoración comenzaba a darle problemas. Las gotitas de sudor aparecían continuamente por las comisuras de todo su cuerpo, hiciera calor o no, resbalando unas veces, por la piel; depositándose, otras, sobre los pliegues permanentemente escocidos.

El hombre era un personaje bastante sufrido, de carácter tranquilo que comenzaba a perder los nervios con aquella sensación que cambió de ser incómoda a insoportable. Él se lavaba continuamente y utilizaba productos caros de farmacia y herbolarios para paliar la comezón, sin embargo, en ningún momento se planteó que el origen pudiera ser interno, que la causa de aquella molestia partiera de sí mismo.

Aquel señor era cuidadoso con todas sus obligaciones. Cumplía con su familia, con su trabajo y con sus amigos, en base a unos principios debidamente  inculcados por una buena  educación.

-Soy un buen padre, trabajador y mejor persona, -se decía así mismo.

No robaba, no bebía, no envidiaba, no mentía… aquellas miserias eran para gente depravada que perdía su vida en mezquindades. Él, por el contrario se veía incapaz de caer en ninguna de ellas, porque trabajaba conscientemente  para ser un gran ciudadano.

Odiaba ver las noticias del telediario porque no comprendía cómo, en ocasiones, el ser humano podía ser tan vil. Odiaba la guerra, los asesinatos, los robos que continuamente aparecían en la pantalla. Odiaba a los políticos por su falta de moralidad. Odiaba sin comprender que era capaz de odiar con tanta fuerza, intentando rechazar con firmeza aquellos comportamientos que le abrumaban.

De modo que el hombre perfecto llevaba adosado a sí mismo el hombre imperfecto que no quería llegar a ser, portando un morral repleto de todo aquello a lo que no quería parecerse.

A medida que el mundo se iba haciendo incomprensible para él, la sombra del hombre imperfecto engordaba más, por lo que el hombre perfecto y sudoroso,  se veía obligado a aportar más energía, para arrastrar con fuerza aquel saco de porquería que no quería ser.

Cierto día, nuestro pobre hombre se encontraba algo malhumorado ante la insistencia de aquel picor-dolor de su afección. Las gotitas de la frente le habían caído en los ojos con el consiguiente escozor que había aguantado estoicamente a lo largo de toda la mañana;  y aún  le lastimaba más pensar que  quedaba media jornada para acabar. De ese modo pasó el día presa de la ansiedad, esperando desesperadamente, la salida del trabajo, para poder refrescarse y así poder calmar la maldita sensación.

Una vez llegó la hora, el señor salió rápidamente de su despacho hacia el garaje para coger el coche y marchar a casa. El tráfico estaba muy complicado, los coches circulaban despacio a causa de una lluvia persistente y nuestro personaje cambiaba de carril continuamente para adelantar apenas un par de metros. La situación le estaba sacando de quicio, ya que la angustia iba en aumento debido a  unos nuevos  picores, que le invadían  las zonas en las que aún no había sudado.

Para atenuar el efecto, pulsaba el botón de las ventanillas, abriéndolas y cerrándolas en función de las gotas de lluvia que empapaban su ropa, mientras conducía haciendo eses por una autopista de tres carriles, plagada de coches. Su desesperación no tuvo límites, hasta que llegó a la salida de la carretera que terminaba en una rotonda, y allí fue donde ocurrió todo… repentinamente el conductor de delante vaciló y frenó, haciendo chocar el flamante coche del sufridor contra la parte trasera del suyo.

¡Demasiado parar y perder tiempo en tomar nota de los seguros!  y sin saber la gravedad del choque, nuestro hombre sacó una llave inglesa de la guantera que llevaba por si los cacos, y se lió, sin mediar palabra,  a mamporros con el coche delantero, atizando a bulto, mientras sus ocupantes estupefactos, permanecían sentados en sus asientos, mirando al energúmeno que actuaba ante sus ojos.

El basilisco propinaba golpes contra ruedas, puertas, parachoques con tal furia, que uno de los cristales del asiento trasero estalló en un gran estruendo  que le obligó a dirigir la mirada en esa dirección. En el asiento de la luna rota había un bebé sobre su sillita, embutido en un buzo, que comenzaba a hacer pucheros por el susto, con una de sus manitas salpicada por un hilillo de sangre. Fue entonces cuando nuestro hombre se derrumbó, cayendo al suelo el arma después de que se echara las manos a la cabeza.



-¿Qué me pudo pasar? – le decía a su esposa la noche del suceso –Yo no soy así. No me lo puedo perdonar. Si algo le hubiera ocurrido… Yo soy un buen hombre, cuido de mis hijos, de mi familia, sería incapaz de hacer algo malo a nadie.

-¿Cómo pude ser el autor de tal atrocidad? .¿Cómo puedo llegar a ser tan malvado?. Merezco un castigo.

-No te castigues más –contestaba la esposa que nunca le encontró tacha alguna a su marido-. Nadie es mejor que nadie. Afortunadamente no hubo mayores consecuencias y podremos afrontarlo.

Pero aquella noche, nuestro hombre, no durmió. Lloraba y lloraba con amargura cada vez que rememoraba la situación: el miedo de los pasajeros, el llanto del bebé, la sangre… Aquello no lo podía afrontar.

Repasó intranquilo la ira violenta que se había apoderado de él,  la que tantas veces había censurado con vehemencia en los demás. Aquel desconocido no era más que él y llegó a la conclusión de que tenía que llegar a conocerlo. Tenía que recapacitar en los  demonios internos que pueden llegar a destrozar  el mundo. Reflexionar, interiorizar, buscar lo que le superaba… aquel pensamiento le sosegó y presa de un suspiro sincero, calló el soliloquio al alba, rindiéndose al sueño.

A la mañana siguiente nuestro hombre se levantó más sereno, pero con la misma determinación que había decidido antes de coger el sueño, y cuando se miró al espejo contempló que había dejado de sudar.




LA SOMBRA

La sombra es esa parte oscura de nosotros que negamos  inconscientemente. El término se deriva de los estudios de Sigmund Freud y especialmente de su seguidor Carl G. Jung. Para éste último el contenido de la sombra no tiene por qué ser negativo, sino que contiene, además de las cualidades desagradables, cualidades insuficientemente desarrolladas, en suma todo aquello que en definitiva, por diversas razones, queremos ocultar.  

En la actualidad, la sombra se concibe como una parte, no del todo inconsciente, pegada al consciente, que al ser negada, llega a configurar una especie de personalidad disidente. El problema es que al negar esa parte del contenido, esas facetas personales inaceptables; nuestra personalidad termina convirtiéndose en hostil para nosotros, y cualquier día puede aparecer como otra persona ante nuestros ojos.

Luchar para mantener escondida la sombra, esforzarse en parecer ser bueno, no es más que una peligrosa mentira que nos ocultaría tras una máscara de bondad que escondería nuestro ego.

La sombra emite proyecciones inconscientes en los otros, que pueden ser de orden positivo o negativo según el origen de las cualidades.  Sin embargo, esto suele ser arriesgado, ya que al ver algo que forma parte de nosotros pero que no reconocemos como propio, actuamos en consecuencia, perdiendo la noción de la realidad. Esto pasa por ejemplo, en el amor romántico cuando percibimos atributos en el otro que no se sostienen empíricamente, pero que se los endosamos por sentirlos insuficientemente desarrollados en nosotros.

Lo mismo ocurre con las propiedades negativas donde solemos criticar en los demás de manera inflexible aspectos como la ira, o la mala educación, cuando en realidad nos desagradan de nosotros mismos.

Pero la sombra no sólo actúa en las proyecciones de nuestra mente, sino que también se encuentra alojada en el cuerpo. No sólo actúa en nuestra biografía personal, sino que aparece en nuestros músculos, en nuestra sangre y en nuestros huesos.

La necesidad de la superación de la sombra, radica en que lo contrario sería vivir con la mitad de nuestras propiedades. Una persona que no haya integrado su sombra, no es una persona completa, con el problema añadido de la lucha entre las dos personalidades que desembocaría en la victoria de ninguna, pues,  o ella te posee a ti, o tú la posees a ella. En definitiva, el lado oscuro siempre aparecerá desde la mente o desde el cuerpo, en este último caso desde la oscuridad de la enfermedad, un atributo que hay que ignorar y rechazar como la cólera o la maldad.

Como dice el conocido filósofo Ken Wilber: “… la sombra siempre tiene algo que decir y pugna por abrirse paso hacia la conciencia en forma de ansiedad, culpa, miedo y depresión. La sombra deviene en síntoma y se aferra a nosotros como un vampiro a su presa”.

Por eso las enfermedades o las situaciones de conflicto que desatan emociones desproporcionadas son un campo excepcional para tratar la sombra. El proceso de individuación como lo llama C.G Jung, radicaría en hacer un diálogo interno sincero  distinguiendo entre  lo que en verdad somos y lo que creemos ser, averiguando nuestros “ puntos ciegos”, a fin de integrarlos con suma naturalidad en nuestra personalidad. De ese modo podremos llegar a sentirnos personas completas, porque la verdadera iluminación consiste en descubrir nuestra oscuridad.
                                                                                
                                                                                                                     V. Abad


   

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