viernes, 18 de noviembre de 2016

Imagina que puedes soñar tu vida

Imagina que abrieras una puerta que diera al universo, y descubriéramos un sinfín de mundos. Millones de personas y situaciones dispares, contrarias,  interactuando contigo en infinitos escenarios. Imagina que en cada una de estos escenarios fueras un personaje distinto: en uno alguien poderoso, en otro un pobre de solemnidad. En uno un gran aventurero, en otro,  un tipo pusilánime. En uno un magnate de las finanzas, en otras un indigente…realidades ordenadas gradualmente de extremo a extremo, que conforman la totalidad de infinitas posibilidades de las que te sientes parte. Ese es el universo que podría responder a la ininteligible física cuántica.

Ahora bien, dando por supuesto las características de esta física, imagina que en ese mar de realidades que se te ofrecen, tú puedes escoger la que desees, por lo que te vas moviendo de un lado a otro como el que va saltando por un sendero de cantos que cruzan un río, en el que seleccionarías piedra a piedra, la que tú creyeras más conveniente para llegar a la otra orilla.  La conveniencia de vadearlo de un modo u otro, irá de acuerdo con las capacidades y cualidades de que dispongas y elegirás las opciones para llegar a tu objetivo, en función de tu agudeza visual, de la largura de tus piernas, de las ganas de cruzar el río o del miedo que te infunda el agua. Así pues, en gran medida inevitablemente el recorrido dependerá de ti.

Si trasladaras esta analogía a tu vida real y siguiendo con el presupuesto cuántico, podríamos decir que nuestras condiciones internas mandarían, a la hora de elegir las opciones que nos situarían en los distintos decorados de nuestra realidad, de tal manera que, si eres temeroso, la opción de ser aventurero quedaría  muy lejos, o si  tienes rechazo al dinero, llegar a magnate sería inconcebible, pudiendo deducir, una vez más, que la clave de tu viaje se encontrará indefectiblemente dentro de ti.

Tú me podrías decir que aún siendo dueños de nuestras cualidades internas, existen condiciones externas en las que no podemos tener ningún control, como puede ser la agudeza visual del individuo del ejemplo de las piedras, ya que no sería lo mismo que vadeara el río un vidente que un ciego.

Si bien es cierto que partiríamos de dos situaciones de aparente desigualdad, la historia nos ha dado ejemplos en los que las carencias  físicas o materiales  no han sido obstáculo para lograr grandes objetivos, superando notablemente a otras personas que no las tenían. Y eso es el resultado de las motivaciones internas del sujeto, por tanto volveríamos a la fuerza de las convicciones intrínsecas de cada individuo.

Aun yo diría más. Las condiciones externas forman parte de ese universo cuántico en el que tú vas a elegir. Curiosamente me decía un poco acalorado un invidente en uno de mis encuentros filosóficos: “¿quieres decir que yo podría haber escogido ser ciego para demostrar  que se puede ser autónomo a pesar de la ausencia de visión?”  Pues desde este punto de vista, sí.

A lo largo de la historia de occidente, los descubrimientos de la física han resultado transcendentales para la humanidad. La existencia del ser humano se ha ido transformando paralelamente a estos descubrimientos, desde los griegos, pasando por la del Renacimiento, hasta llegar a Newton y Einstein. Ahora toca el fascinante paradigma cuántico, que nos promete un universo completamente conectado con el todo. Me vienen a la mente las palabras de Stephen Hawking en una entrevista, en la que afirmaba que la ciencia nos acerca a Dios. Estoy de acuerdo, para mí el conocimiento es el camino que nos lleva a Él.

Si el universo lo contuviera todo, se confirmaría el libre albedrío del ser humano en cuanto que, podría decidir el tipo de vida que quiere vivir, pues al depurar determinadas creencias, tendría acceso a las mejores opciones. Desde esta perspectiva, también podríamos afirmar la responsabilidad que tenemos cada uno de nuestras propias vidas y la importancia de trabajar sobre nosotros, aquello que queremos cambiar.

Aceptar este enfoque y profundizar sobre sus presupuestos, nos llevaría a iluminar nuestra oscuridad, brindándonos un marco en el que aparecerían personas y situaciones que interaccionarían en nuestra misma frecuencia, por eso es tan importante situarte en un nivel de energía superior.

Allá fuera, el universo inteligente nos espera para materializar aquello que conseguiremos según el nivel de limpieza interior que estamos dispuestos a asumir, desde el mejor de los mundos posibles hasta el más caótico, correspondiéndose con el grado de conciencia en el que nos desenvolvamos. Elevar ese nivel de conciencia será nuestra misión, no es tarea fácil, pero sí apasionante, pues es el puro acto de la creación de nuestra propia vida. 


                                                                                                               V. Abad




miércoles, 5 de octubre de 2016

Blablar

Blablar no es lo mismo que hablar, blablar es un parloteo incesante de origen desconocido, que no procede de nuestro interior. Es un discurso inconexo, vacío y superficial, una ristra de palabras enlazadas que pueden decir una cosa y su contraria a un tiempo, dependiendo de la situación y del interlocutor. Por el contrario, hablar es el acto de expresar lo que somos y lleva el propio testimonio interno y el compromiso de escuchar las opiniones de los demás. Con el blableo  estafamos a las personas y lo que es peor, nos engañamos a nosotros mismos, porque ponemos trampas a la sabiduría de nuestro corazón que es el cerebro de la emoción.

Blablando se suelen contar historias que puede que se piensen, pero que seguramente no se sientan. Sin embargo, en el acto de hablar se cumple la beneficiosa unión del pensar y del sentir que da lugar a esas relaciones saludables, resultantes de la comunicación plena. Tú hablas yo escucho, tú escuchas yo hablo. Aunque quizá, no me guste lo que pienses, aunque tú no estés de acuerdo con lo que opino, respetándonos y sintiéndonos un ser único hacia el otro, no hay más.

Aunque a veces, preferimos quedarnos con el ruido de nuestras cabezas y disparar hacia fuera la frustración de no aprender a quedarnos en silencio. Calma para escuchar el débil silbido de un corazón ahogado por la charlatanería del ego que, sin contar con nuestros errores, nos dice ser los mejores del mundo, mientras hacemos  caso omiso del sonido interior que nos alienta a ser especiales, a pesar de nuestros defectos. Dos voces distintas que parecen decir lo mismo y que, para discernirlas, necesitan la sutileza del silencio.

A lo largo del día, nos socializamos blablando con los compañeros de trabajo, con los papás del cole, con amigos y conocidos, en las celebraciones o yendo de marcha. La televisión y los medios de comunicación propagan el blableo y los políticos lo institucionalizan. En estas condiciones, terminamos por crear un avatar de nosotros mismos y por convertir nuestra existencia en una realidad virtual, es decir, en una  mentira. Entretanto, millones de corazones languidecen sin poder transmitir la pureza de sus cualidades y su inteligencia emocional.


Cuando blablamos, perdemos el amor de la pareja, el cariño del hijo, el abrazo del amigo, la palmada del compañero, la sonrisa del vecino y los buenos días del conductor del bus. Pero sobre todo, ante la imposibilidad de nuestra propia escucha, nos fallamos a nosotros mismos al arrebatarnos el compromiso y la lealtad que nos debemos. Con tanta pérdida vamos siendo arrastrados por las contingencias externas y el bullicio interno, apartados de nuestra verdadera esencia para, finalmente, engrosar ese número de individuos que componen la cultura de la soledad, puesto que si yo no escucho, nadie me va a escuchar.  

                                                                                                          V. Abad

martes, 29 de diciembre de 2015

Los Años Mudos



Los años mudos son esas etapas  en las que vives con la respiración contenida. Tiempos de observación, de apnea profunda, de soledad y silencio.  Es el reinado de los sentidos, donde no se piensa más que con el corazón  que es  el órgano de la clarividencia, por eso te hielas ante las palabras vacías y los abrazos insustanciales, o te deleitas con las pequeñas cosas  y  el cariño de la gente auténtica. Son años agridulces, sensuales, de una extraordinaria sensibilidad en los que sin derramar una lágrima, llueve por dentro.  Son anacrónicos porque no acaban un 31 de diciembre, ni contienen 365 días; y  tan lentos, que te ves obligado a practicar la filosofía china del ” bei bu bei”, “dejar pasar", "ser siendo” y a esperar... esperas pacientemente que entre el aire, esa brisa fresca que anuncia, tal que un trece de junio, que ya se ha cumplido, mientras  tanto, un deseo al viento:  ¡Feliz  Año Mudo!

                                                                     V. Abad





martes, 3 de noviembre de 2015

Algo hay que hacer



Tal vez no importe que los gobiernos de occidente sigan con sus políticas desestabilizadoras en países de otros continentes poniendo y quitando sátrapas a conveniencia, o vendiendo sus sofisticadas armas a sus mandatarios para en definitiva, dejar a la población a merced de su suerte, mientras ellos consigan sus objetivos económicos.

No importa pués, que aquellas gentes, y digo “aquellas” por señalar el sentido de lejanía que occidente tiene de ciertas cuestiones, se jueguen la vida en insufribles viajes a través del desierto y el mar con sus hijos pegados al pecho.Tampoco es de relevancia la fluctuación de cadáveres en el agua, en pequeñas barcazas o en maleteros de coches, personas y niños que huyeron en busca de la paz y el progreso de los que carecían. 

Entretanto, con su típico carácter bipolar, el norte cierra los ojos dando ayudas para instalar concertinas en las fronteras, a la vez que sanciona hipócritamente a los países limítrofes por su dureza en el trato a los inmigrantes. Pero ahora a los inmigrantes se suman  los migrantes y  el colapso está en la puerta de todas las casas… Algo hay que hacer.

No es posible que mientras los desheredados en algunos países europeos son contenidos a golpe de mamporros y manguerazos, tratados como delincuentes, incluso como terroristas; los rancios políticos con traje de corte clásico, zapatos de buena piel  y perfume de marca, se reúnan “cumbre” tras “cumbre”, para decidir una y otra vez las cuotas de redistribución que cada nación ha de asumir, apelando a la solidaridad de los países a los que no se les pregunta cuando se trata de repartir riqueza.

Números que no son más que almas a las que hay que acoger con premura, porque van creciendo exponencialmente por encima de las raquíticas propuestas de los sagaces dignatarios, que ven como la crisis humanitaria se va recrudeciendo. Un continente que se echa encima del otro inexorablemente. Miseria frente a miseria, la de los pobres necesitados contra la de los pobres de espíritu… Algo hay que hacer.

No es de recibo que sea la solidaridad de la buena gente la que aplique soluciones desplazándose valientemente a la zona de conflicto, barcos preparados por algunas instituciones para salir en busca de los desamparados, amarrados por la sinrazón de un gobernante que dice que las acciones han de ser en conjunto, unánimes y en función de los acuerdos… ¿qué acuerdos?  Miedo de que le corten los huevos que no tiene. Algo hay que hacer.

Tal día como hoy, en una de aquellas agradables charlas con mi profesor de ética en las que hablábamos del caos que circundaba el mundo, él me preguntó si yo creía que el ser humano  había crecido a lo largo de la historia. Como no supe contestarle, él me respondió que habíamos avanzado con el nacimiento de LOS DERECHOS HUMANOS, pero eso fue hace mucho tiempo. Ya no quedan derechos, ni libertades, ni vergüenza… vergogna que diría el Papa. Algo hay que hacer.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         V. Abad