Érase una vez un viejo continente
que quiso reparar el escarnio de sus innumerables guerras uniendo a las gentes
de todos los rincones bajo un mismo lema, unos mismos valores, una misma
bandera, pasando de ser Europa para transformarse en Europía.
Europía quería un gran estado, en
el que sus gentes se paseasen por todo su territorio libremente, con los mismos
derechos, con la misma libertad, independientemente de su procedencia. Así lo
diseñaron sus gobernantes en continuas reuniones mediante las cuales, fueron anexionándose países en arduas
negociaciones, para que todos y cada uno, ocuparan su justo lugar. Entonces
crearon un gran banco, una moneda, unas instituciones, unos derechos y unas
obligaciones.
Los países más ricos marcaban las
reglas con aparente generosidad en favor de los más pobres, que vieron en la
unificación la solución a su pobreza y
el comienzo del progreso. Durante dos décadas, las capitales se modernizaron,
las Expos, los Mundiales, los Juegos Olímpicos, visitaron las mejores ciudades,
mientras volaba el dinero en forma de ayudas y subvenciones. Pero aquel
progreso para todos, no era más que una mortífera maquinaria económica, dinamita
envuelta en papel de celofán.
Según las normas, los estados debían
entregar y recibir proporcionalmente conforme a sus posibilidades, por eso los del
sur tuvieron que eliminar su ganado y sus cultivos al existir excedente de
leche y fruta, del mismo modo que se acotaron las zonas de pesca de los países con litoral para repartirlo en función
de los intereses con países vecinos que no pertenecían al grupo. Eso sí, las
medidas tomadas debían ser compensadas suficientemente con los correspondientes
subsidios. Y todo se fue sucediendo de modo que, mientras unos introducían sus incontables
empresas de alimentación, muebles, cinematografía de bajo coste y peor calidad,
los otros exportaban sus mejores
productos, como el aceite y vino a
precio de ganga. Así fueron cambiando gato por liebre, pero las ayudas fluían y
los ciudadanos del sur con su carácter alegre e inconsciente creyeron que el
mundo era jauja. Hasta que llegó la Troika.
La Troika son como esos hombres
de gris que robaban el tiempo a las
personas en la novela de Michael Ende titulada “Momo”. Y no es casualidad que se desarrolle la trama en una ciudad
imaginaria de Italia, país del sur de la vieja Europa, como tampoco que el
escritor sea de nacionalidad alemana.
Pues bien, la Troika apareció en
varios países de la eurozona diciendo a sus gentes que habían vivido por encima de sus
posibilidades, por lo que tenían contraída una deuda con Europía la cual
debería intervenir para controlar el gasto. A cambio, ellos ofrecerían a través
de sus bancos, la financiación necesaria para pagar dicha deuda y poder subsistir.
Es como aquello de la bruja de Hansel y Gretel que engordaba a los niños para
comérselos después. Eso sí, no explicaron a sus ciudadanos por qué estaban
endeudados hasta las cejas, ni tampoco quién iba a recuperar el dinero en esa financiación, pero les prometieron
que si acataban sus directrices todo iría bien. Entonces se llevó a cabo la
intervención, que es la mejor manera de ocupar un país sin un solo tiro, yéndose
al traste la independencia política de aquellos alegres lugares.
Y vinieron los recortes, los
desahucios, los suicidios, las políticas de contención a los pobres para pagar
la incontinencia de los ricos, dándose la terrible paradoja de hacer ahorrar al
que no tiene para revitalizar las arcas
de unos bancos que dan créditos al que sí tiene.
Así se abrió una brecha entre riqueza
y pobreza, que es como decir entre el norte y el sur. Los países endeudados
fueron buenecitos y llevaron a cabo las reformas exigidas, todos, menos uno del
norte que creyendo que la deuda no era suya, metió a sus banqueros en la
cárcel, pero eso es otro cantar.
Pues bien cuanto más ahorraban
más debían, cuanto más intervenían, más sufrían, llegando, uno de ellos llamado
Grecia, al borde de la exclusión del grupo. Al parecer los griegos habían
pedido muchos créditos, bebido mucho vino y se habían dado a la buena vida, amaneciendo
un día cualquiera con una gran deuda, un sinnúmero de parados y la Troika a la puerta de sus territorios.
Después de dos intervenciones (o
rescates que resulta más fino) y unas elecciones sobre las que se alzaron unos fieros
guerreros que juraron no pagar, al menos en las condiciones que se les exigía,
el pueblo griego se despertó a la desolación. No sólo ellos, también todos los estados
sureños, por aquello de: “cuando veas las
barbas de tu vecino afeitar, pon las tuyas a remojar”.
Cuando los hombres de gris, pidieron
cuentas al jefe hoplita presentándole nuevas reformas a todas luces sangrantes,
Leónidas decidió preguntar a sus Trescientos, es decir, el presidente griego en
un acto demócrata, decidió consultar al pueblo sobre la conveniencia de
aceptar tales exigencias.
Ese alarde de soberanía provocó una
de las mayores tensiones en los dominios de la eurozona, pero los Trescientos,
al no tener nada que perder, votaron NO,
produciendo un colosal terremoto que hizo tambalear el subsuelo del continente
y adyacentes, sacudiendo las bolsas de todo el mundo. Aquello no se podía
consentir, aquello era una ofensa para Europía que recibía un contundente bofetón
de unos muertos de hambre y una seria recomendación por parte de sus primos
americanos de enfrente, para que resolviera cuanto antes el desaguisado.
Una vez la patata caliente volvió
al tejado de los griegos y después de dos días de reflexión por parte de sus
gobernantes, se iniciaron las conversaciones. No se sabe en base a qué, el nuevo ministro Tsakalotos aceptó sin
condiciones las medidas mucho más duras que el paquete anterior al referéndum. No
se comprende la estafa, al parecer los Trescientos no abandonaron a su jefe,
pero su jefe sí abandonó a los Trescientos. Si al gran hoplita le hubiera
acompañado Casiopea en vez de su lugarteniente Varoufakis, (Casiopea era la
tortuga de la niña Momo que tenía la facultad de ver lo que iba a pasar
inmediatamente) nunca hubiera conjurado a los Trescientos y habría aceptado la
primera oferta, algo más suave.
Pero este cuento tiene final
feliz, hoy en Europía se comen perdices. Las bolsas repuntan, suben los IPC´s, sus
ciudadanos se marchan a las playas del sur, los licenciados en paro bajan las
tasas de desempleo, encontrando puestos de camarero por horas. Los jeques árabes compran
empresas emblemáticas de las naciones pobres. Los científicos, ingenieros,
médicos sureños hacen turismo por la geografía mundial a la par que se buscan la vida.
Mientras tanto, este calor que
asola el continente, calienta aún más la sangre de los griegos que se preguntan,
¿para qué tanto envite si al final se ha acordado la propuesta más exigente? Pues
bien, a este calor, en los países modernos de la eurozona lo llaman ola de calor española, como aquella gripe
que se llevó a tanta gente por todo el continente a principios del siglo XX, conocida
injustificadamente en el mundo anglosajón, como gripe española.
Y es que Europía necesita tener
cabezas de turco, muros de fuerza contra la masa del continente africano, puntos bélicos
estratégicos, turismo hiper económico, mano de obra barata y talentos criados
en las granjas del sur para trabajar en las del norte.
Los hombres grises no dan tregua
y desde sus despachos reparten el poder a conveniencia, pero nada es para
siempre y en muchos lugares existen otros Leónidas, Quijotes, Momos y Casiopeas que podran viajar a la ciudad de los
movedores de hilos para enfrentarse a su dictadura y restablecer la justicia, perpetuándose
el ciclo de la historia de la humanidad.
Pido perdón por si mi grado desconocimiento sobre aspectos económicos ha podido mostrar algún error en la exposición, sin embargo no me disculparé por la denuncia que quieren expresar mis palabras, ante la avaricia de
poder y la desigualdad que ejercen unos pocos sobre el viejo continente..
V. Abad