Mi entorno y sus circunstancias me llevan a una profunda
reflexión acerca de los apegos. A menudo vivimos aferrados a las cosas en la
creencia de que su posesión nos hará felices. Sin embargo, no nos percatamos de
que, en la lucha por conseguirlas y retenerlas, vamos perdiendo felicidad.
En nuestra cultura, pasamos toda la vida esforzándonos
para obtener beneficios que al final no suelen compensar o no llegan nunca. Sencillamente,
el pago largo y costoso de una hipoteca, las cotizaciones más caras para
conseguir la jubilación menos barata, son fatigas que prometen un bien… tener por encima
de ser.
Por otra parte, la mayoría de las veces nos origina
tanto pánico lo nuevo, que preferimos amarrarnos a viejos programas y
situaciones que a pesar de ser dañinos, generan la errónea sensación de estabilidad.
De este modo, nos atamos a relaciones humanas
tóxicas o a hábitos y creencias que proporcionan mucho sufrimiento, a cambio de una
falsa seguridad.
En El libro
tibetano de la vida y de la muerte, Sogyal Rimpoché invita a meditar sobre la permanencia de las
cosas con el siguiente experimento:
“Coja una
moneda. Imagínese que representa el objeto al que usted se aferra. Enciérrela
en el puño bien apretado y extienda el brazo con la palma de la mano hacia el
suelo. Si ahora abre el puño o afloja su presa, perderá aquello a lo que se
aferra. Por eso está apretando. Pero hay otra posibilidad: puede desprenderse y
aun así conservarla. Con el brazo todavía extendido, vuelva la mano hacia
arriba de forma que la palma quede hacia el cielo. Abra la mano y la moneda
seguirá reposando sobre la palma abierta. Ha dejado de aferrarse. Y la moneda
sigue siendo suya, aun con todo ese espacio que la rodea.
Así pues,
existe un modo en que podemos aceptar la impermanencia sin dejar de disfrutar
de la vida, todo al mismo tiempo, sin aferramos.”
Decididamente, aprender a vivir con las palmas hacia
el cielo resulta bastante difícil ya que necesitamos creer que poseemos algo, dotando
a los objetos y a los hechos de una ilusoria consistencia. En un grado más
elevado y con sumo esfuerzo, podríamos afirmar que no nos tenemos más que a
nosotros mismos; y ni siquiera eso sería un consuelo, porque a menudo nos
solemos traicionar al vivir desligados
de nuestra naturaleza esencial. Así pues, el fin de nuestra existencia sería
dar con nuestra propia esencia.
Pero constatar la esencia en la vida cotidiana es
complicado porque nos solemos distraer y acabamos prefiriendo lo imaginario a
lo real. Por eso, nos descoloca tanto la imagen del que se despoja de todo, juzgándolo duramente, ignorando que la entrega nos proporciona la libertad
del que no tiene nada que perder. Alguien me dijo una vez “desnudo vine y desnudo me marcharé”, esa es la filosofía.
Por eso cuando descubro en mi mismidad, que mis anhelos,
dolores, sentimientos y pensamientos, se pueden en cualquier momento, reducir
a vapor de agua, me acuesto entre el cielo y la tierra a soñar con la nada. Es
la hora de la liberación.
Lo ideal sería desprenderse de los apegos con la
delicadeza del que lanza un pajarillo a la libertad. Como las madres sueltan a
sus hijos, como los hijos despiden a su difunto padre, dejando marchar.
Termino con los versos del poeta inglés William Blake
que ilustran este manual de Sogyal Rimpoché sobre la vida y la muerte:
Aquel que se ata una Alegría
la alada vida destruye;
aquel que besa la Alegría
según vuela
vive en la aurora de la Eternidad?
V. Abad