Blablar no es lo mismo que hablar, blablar es un parloteo
incesante de origen desconocido, que no procede de nuestro interior. Es un
discurso inconexo, vacío y superficial, una ristra de palabras enlazadas que
pueden decir una cosa y su contraria a un tiempo, dependiendo de la situación y
del interlocutor. Por el contrario, hablar es el acto de expresar lo que somos
y lleva el propio testimonio interno y el compromiso de escuchar las opiniones
de los demás. Con el blableo estafamos a
las personas y lo que es peor, nos engañamos a nosotros mismos, porque ponemos
trampas a la sabiduría de nuestro corazón que es el cerebro de la emoción.
Blablando se suelen contar historias que puede que se piensen,
pero que seguramente no se sientan. Sin embargo, en el acto de hablar se cumple
la beneficiosa unión del pensar y del sentir que da lugar a esas relaciones
saludables, resultantes de la comunicación plena. Tú hablas yo escucho, tú
escuchas yo hablo. Aunque quizá, no me guste lo que pienses, aunque tú no estés
de acuerdo con lo que opino, respetándonos y sintiéndonos un ser único hacia el
otro, no hay más.
Aunque a veces,
preferimos quedarnos con el ruido de nuestras cabezas y disparar hacia fuera la
frustración de no aprender a quedarnos en silencio. Calma para escuchar el
débil silbido de un corazón ahogado por la charlatanería del ego que, sin
contar con nuestros errores, nos dice ser los mejores del mundo, mientras
hacemos caso omiso del sonido interior
que nos alienta a ser especiales, a pesar de nuestros defectos. Dos voces
distintas que parecen decir lo mismo y que, para discernirlas, necesitan la
sutileza del silencio.
A lo largo del día, nos socializamos blablando con los
compañeros de trabajo, con los papás del cole, con amigos y conocidos, en las
celebraciones o yendo de marcha. La televisión y los medios de comunicación
propagan el blableo y los políticos lo institucionalizan. En estas condiciones,
terminamos por crear un avatar de nosotros mismos y por convertir nuestra
existencia en una realidad virtual, es decir, en una mentira. Entretanto, millones de corazones
languidecen sin poder transmitir la pureza de sus cualidades y su inteligencia
emocional.
Cuando blablamos, perdemos el amor de la pareja, el cariño
del hijo, el abrazo del amigo, la palmada del compañero, la sonrisa del vecino
y los buenos días del conductor del bus. Pero sobre todo, ante la imposibilidad
de nuestra propia escucha, nos fallamos a nosotros mismos al arrebatarnos el compromiso
y la lealtad que nos debemos. Con tanta pérdida vamos siendo arrastrados por
las contingencias externas y el bullicio interno, apartados de nuestra
verdadera esencia para, finalmente, engrosar ese número de individuos que
componen la cultura de la soledad, puesto que si yo no escucho, nadie me va a
escuchar.
V. Abad